El problema aquí no es que un juez sucumba a su ideología a la hora de juzgar, no, el problema es que muchas veces están donde están GRACIAS a su ideología, con lo que el señor que los ha colocado ahí lo que quiere precisamente es que ese juez juzgue basándose principalmente en su ideología.
Ese es el problema, que algo que deberíamos evitar se está promoviendo Nos daría igual tener un sistema judicial imparcial y menos politizado si las normas y leyes están dictadas por dictadores democráticos.
La independencia judicial está íntimamente conectada al
correcto funcionamiento de una sociedad democrática y a los derechos de
la ciudadanía. Más allá de su evidente vinculación teórico-política,
existe también un nexo jurídico-positivo entre estas nociones. El
artículo 24 de la actual Constitución Española establece que “Todas las
personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y
tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin
que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”, en el marco de un
proceso “con todas las garantías”. La Declaración Universal de los
Derechos Humanos es aún más explícita al respecto de esta conexión entre
independencia judicial y tutela judicial efectiva en tanto que derecho
de todas las personas, al establecer en su artículo 10 que “Toda persona
tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída
públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial,
para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de
cualquier acusación contra ella en materia penal”.
La independencia judicial no es solo garantía de la tutela de los
derechos de los ciudadanos y las ciudadanas en procesos judiciales
concretos, sino que, más allá de ello, la independencia del Poder
Judicial en su conjunto es un presupuesto de la división de poderes y,
por tanto, de una comunidad política que limita el poder y minimiza la
arbitrariedad de quienes lo ejercen. Los ciudadanos y las ciudadanas
necesitan de tribunales independientes, capaces de aplicar la ley de
manera neutral y de defender sus derechos frente a los ataques de
terceras personas, y en particular de actores más poderosos.
Sin embargo, la percepción generalizada en España es que la judicatura
no es independiente. El nivel de confianza de la ciudadanía en la
Justicia muestra una situación alarmante. El Eurobarómetro Flash 385, de
2013, mostraba que solo un 34 por ciento de los españoles y las
españolas confía en su sistema judicial, muy por detrás del 53 por
ciento de media de la UE-28 y, por supuesto, de países como Finlandia o
Dinamarca (85 por ciento de confianza). España era el sexto país por la
cola de la Unión Europea. Las cifras son similares si nos preguntamos
por la percepción sobre la independencia judicial. El World Economic Forum
ofrece unos datos interesantes, aunque al estar la encuesta dirigida
solo al empresariado adolece de un importante sesgo que, incluso, podría
favorecer opiniones más positivas sobre la Justicia. Pese a ello,
España obtenía una puntuación media de 3.7 puntos cuando se preguntaba
por la independencia judicial, un rotundo suspenso, muy por debajo de la
media y lejos del 6.6 de Finlandia, siendo nuestro país el séptimo por
la cola. Resulta muy llamativo, por su extraordinaria importancia, lo
ausentes que han estado estos datos del debate político en España.
¿Cuáles son las causas de esta desconfianza hacia unas instituciones
que, a priori, deberían ser los guardianes de los derechos de las
ciudadanas y los ciudadanos? A falta de mayor evidencia empírica, pueden
apuntarse una serie de hipótesis. Para empezar, es obvio que el nivel
de politización de las altas instituciones de la Justicia en España y el
carácter explícito e indisimulado de esta politización proyecta una
sombra de duda, a ojos de la ciudadanía, sobre la Justicia en su
conjunto. Si bien la literatura en Ciencia Política ha mostrado que
prácticamente cualquier alta jurisdicción del mundo responde en cierta
medida a líneas de fractura ideológicas o partidistas, la crudeza de
episodios en nuestro país como el del Tribunal Constitucional en su
sentencia frente al Estatut de Catalunya ha mostrado a la
ciudadanía una imagen del tribunal muy alejada de la idea de neutralidad
e imparcialidad que se espera de él y que legitima su función en una
sociedad democrática. Aunque el Tribunal Constitucional no se incardina
formalmente en el Poder Judicial, sí que forma parte del concepto
general de “la Justicia” en el imaginario de la ciudadanía. No fue más
edificante el descubrimiento, por lo demás sin consecuencias, de que el
Presidente del Tribunal ocultó su militancia al partido actualmente en
el gobierno. Otras altas instituciones judiciales, como el Consejo
General del Poder Judicial, han vivido episodios similares, junto a
casos de abierta corrupción.
Una segunda hipótesis
tiene que ver con la parcialidad de clase de la Justicia. La idea de
“una justicia para ricos y otra para pobres” está fuertemente arraigada
en el imaginario colectivo. Pero cuando la desigualdad crece tanto y tan
rápidamente en un país como ha ocurrido en España en los últimos años,
el sesgo social de las instituciones judiciales se acentúa. El acceso a
la Justicia se vuelve más difícil para un número más alto de ciudadanos y
ciudadanas. Frente a ello, que supone como mínimo una erosión del
derecho a la tutela judicial efectiva, los poderes públicos no solo se
han mostrado inactivos, sino que incluso su actividad ha ido en
ocasiones en sentido contrario al que cabría esperar; buen ejemplo de
ello ha sido la reforma del acceso gratuito a la justicia que, según
denuncia una buena parte del colectivo de abogadas y abogados, dejará a
miles de españoles sin acceso a los tribunales.
Una
tercera hipótesis, en fin, tiene que ver con la pérdida general de
confianza de la ciudadanía en todas las instituciones políticas. La
frecuencia e intensidad de los casos de corrupción y la crisis
económica, entre otros factores, han desencadenado una fuerte crisis de
confianza de las ciudadanas y los ciudadanos en las instituciones del
Estado, y la Justicia no podía ser una excepción, máxime cuando por
alguno de los motivos arriba apuntados existe una generalizada
percepción de colusión de intereses y conductas entre actores e
instituciones de los distintos poderes.
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